El Guardián del Solsticio

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El Guardián del Solsticio

 

En las profundidades de un bosque cubierto de nieve eterna, existía un claro donde cada solsticio de invierno se alzaba un majestuoso roble conocido como el Árbol de Yule. Sus ramas brillaban con pequeñas luces doradas, y su tronco parecía latir con un calor que desafiaba el invierno más crudo. Según la tradición, aquel que encendiera una vela bajo el roble en la noche más larga recibiría la bendición de la Luz Eterna, un regalo que le traería prosperidad durante el año venidero.

Pero pocos sabían que el Árbol del Yule tenía un guardián: Kaelen, un espíritu nacido del fuego y la madera, creado por el último aliento del primer roble plantado en la tierra. Su piel era como la corteza quemada, negra y llena de grietas incandescentes que dejaban entrever el fuego que ardía en su interior. Sus ojos brillaban como brasas vivas, y su cabello era un humo denso que danzaba en el aire, cargado de un aroma dulce a resina. Kaelen caminaba entre la nieve sin dejar huellas, pues no pertenecía ni al invierno ni al mundo de los hombres.

En la víspera del solsticio, la joven Eira se adentró en el bosque. Había pasado un año desde que una tormenta feroz había arrasado su aldea. La ventisca, acompañada de un frío inexplicable, había caído sobre ellos con tanta fuerza que no hubo refugio suficiente. Su familia —sus padres y dos hermanos pequeños— habían quedado atrapados en la casa que colapsó bajo el peso del hielo. Eira, la única sobreviviente, había escapado solo porque su madre la había obligado a buscar ayuda. Cuando regresó, el hogar estaba en ruinas, no habían quedado rastros de los muebles de la familia ni de sus padres y hermanos, y el calor que la acompañaba desde su infancia, se había apagado para siempre.

Desde entonces, Eira vivía sola en los restos de la aldea, con el eco de las risas de su familia como su única compañía. Las noches eran largas, y el frío parecía devorarla desde dentro. Aquel solsticio, impulsada por un anhelo profundo de hallar algo más que silencio, Eira decidió buscar el claro del Árbol del Yule. Con cada paso en la nieve, su corazón repetía un ruego: Que la luz me devuelva a mi familia... o que me devuelva la capacidad de sentir su calor.

Después de una larga y peligrosa travesía llegó al claro, el resplandor dorado del árbol iluminó su figura encorvada. Cayó de rodillas y encendió una vela bajo las ramas luminosas, susurrando sus palabras al viento:

—Por favor... tráiganme de vuelta a ellos. No puedo soportar otra noche en esta oscuridad.

Kaelen apareció en silencio, emergiendo entre la penumbra como un fuego encendido en la distancia. Su voz resonó, profunda y cálida:

—¿Qué buscas, mortal?

Eira levantó la vista y encontró aquellos ojos ardientes mirándola con una mezcla de curiosidad y cautela. Aunque la figura de Kaelen debía infundir temor, Eira no retrocedió.

—Solo quiero volver a sentir el calor de mi familia —respondió, su voz quebrada por el llanto.

Kaelen la observó en silencio. Había visto a muchos mortales venir al árbol con peticiones egoístas: riquezas, poder, venganza. Pero en los ojos de Eira no vio codicia ni ambición, solo una tristeza tan pura que parecía envolverla como una neblina. Sin embargo, incluso en su melancolía, había algo que ardía como un carbón olvidado en la ceniza: una voluntad de seguir adelante, de encontrar luz en la oscuridad.

—La Luz Eterna no puede cambiar el curso de la vida —dijo Kaelen, suavizando su tono—. Pero puede ofrecerte algo más valioso: esperanza.

Kaelen alzó una mano, y una chispa dorada flotó hacia la vela de Eira. La llama creció y la envolvió en un cálido resplandor que penetró su piel y alcanzó su alma. De repente, el peso de su pena comenzó a aligerarse. No desapareció por completo, pero ahora llevaba consigo el calor que le recordaba el abrazo de su madre y las risas de sus hermanos.

—Lleva esta luz contigo —dijo Kaelen, inclinándose hasta que sus ojos ardientes estuvieron al nivel de los de Eira—. No devolverá lo que has perdido, pero te guiará en las noches más oscuras.

Eira inclinó la cabeza en agradecimiento. Por primera vez en un año, sus lágrimas no eran solo de tristeza; eran un reflejo de algo que pensó haber perdido: la esperanza. Mientras la joven se marchaba, la nieve bajo sus pies comenzó a derretirse con cada paso, dejando un rastro de calor que parecía anunciar la promesa de un nuevo amanecer.

Kaelen permaneció junto al Árbol del Yule, su pecho latiendo con un calor que no había sentido en siglos. Había dado esperanza a una mortal, pero el fuego que ardía en Eira también había despertado algo olvidado en él: la certeza de que incluso en la noche más larga, siempre hay una chispa que espera convertirse en llama.

Y así, el guardián siguió cuidando del Árbol del Yule, sabiendo que su luz no solo iluminaba el bosque, sino también los corazones que se atrevían a buscarla.

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